RELATO GANADOR DEL PRIMER CONCURSO LITERARIO DE RELATO CORTO
ORGANIZADO POR LA ASOCIACIÓN DE AMIGOS DEL CAMINO DE SANTIAGO EN
CADALSO DE LOS VIDRIOS.
ORGANIZADO POR LA ASOCIACIÓN DE AMIGOS DEL CAMINO DE SANTIAGO EN
CADALSO DE LOS VIDRIOS.
Ese sabor Jose Antonio Rodríguez Alva
Todos los
caminos son el mismo camino y ningún camino es igual a otro. Creo que lo leí en
alguna parte aunque mi memoria, que empezó a ser frágil hace ya mucho, se niega
a recordar dónde. En la mayoría de los casos bastará con dar un paso, un gesto
sencillo, para que todo se precipite. Leer en la tierra nuestras pisadas,
seguir las señales que alguien antes de nosotros dejara, reinterpretar a cada
paso aquello que nos trajo aquí. Parece simple, basta con hacer un hatillo,
colocar dentro lo necesario y solo lo necesario, no olvidar bajo ningún
concepto que se viaja, no para cambiar de lugar, si no para cambiarnos a
nosotros y hacerse con un par de buenos calcetines. ¿Es así, no?
El camino ha de iniciarse por la mañana,
antes de la salida del sol, lo recuerdan todos los manuales desde aquel códice
Calixtino, ahora en mis manos y cuyo libro IV acababa de abrir. «Dum pater
familias» o himno del peregrino fue el primer canto que acompañó al de los
pájaros matutinos, y aunque no estaba del todo familiarizado con la notación
aquitana, considero que el resultado no fue del todo desdeñable. Se canta para
no sentirse solo o para acompañar a otros. Yo cantaba para escucharme, para que
mi voz fuese escuchada por el camino y éste se mostrase favorable. Un acto
psicomágico, una fórmula sacra, la clara voluntad de hacerme parte del aire.
Salí de la estación de tren encajada en
un valle y alcé la vista hacia las peñas circundantes, una se llamaba Muñana,
la otra tenía el nombre de un pueblo vecino. Sabía que tenía que encontrar
signos sobre la piedra, en las calles, en los rostros de quienes se cruzasen
conmigo. Los milagros no son cosa del pasado ni del futuro, solo ocurren en el
presente. Así fue como el Milagro de Brun de Vézelay, escrito por Alberic, abad de Vézelay, obispo de Ostia y legado de Roma, empezó a tomar cuerpo. Entré en la primera panadería que encontré abierta y compré una hogaza limpia, de un pan blanco que hacía tiempo no veía y la introduje en el zurrón. Busqué una fuente para llenar mi cantimplora de agua y comí un poco, saludé a algunos gatos callejeros y me até las botas. Una concha pintada en una de las fachadas de la iglesia me indicó qué dirección tomar.
El vuelo de algunas aves me distrajo momentáneamente y allí estaba frente a mí: la figura de un león majestuoso que franqueaba la entrada a un palacio renacentista. Empuñé la aldaba de la puerta y ante mi sorpresa, ésta cedió ante mi empuje. Me hallé en un patio frente a la pezuña colosal de un caballo, ante un sinfín de estatuas que querían hablar. "Anda bolo" pareció decir una, y eso hice, andar. Las campanas de la iglesia cercana entonaron sus alabanzas y todas las estatuas alzaron la voz: " Bula de Inocencio II, ¡bula de Inocencio II!". - Caray, dije sin asombro, sin el menor desconcierto. Supe que las figuras de piedra no necesitan mover los labios para hacerse oír, la piedra granítica conserva los ecos de todos los canteros que se han inclinado sobre ellas, al igual que el amante conserva los gemidos de su amada. Quien tenga boca que hable, quien tenga oídos que escuche, resonaban en mí los ecos prestados de Ezequiel.
Y es que, al salir del palacio, quien pareció dirigirse a mí, fue un estanque, ahora vacío y a cuyos pies, bien se hubiera podido sentar ¿D. Álvaro de Luna? a contemplar con holganza el baño de unas doncellas o la celebración de una naumaquia. Todo eso debió suceder aquí en un tiempo del que los sillares guardan memoria. Quien quiera recordar... pues eso. Salieron a mi encuentro unos vecinos y tomé un vino con ellos, sabroso caldo de garnacha me lo presentaron, "Signa sunt nobis sacra", les enseñé del manuscrito que llevaba:
- Este códice fue escrito hace diez siglos y quiero demostrar que su amable pueblo aparece en él, disfrazado bajo el nombre de muchos otros.
- "Anda, bolo", contestaron. - Ya sé de dónde lo aprendieron las estatuas -.
Todos los caminos son el mismo camino. Y hay quienes no necesitan salir de su calle para haber recorrido el mundo entero.
Pregunté qué dirección seguir y todos parecieron ponerse de acuerdo en que era por aquí o por allá, los menos presumieron que por allí. Así que tomé ese camino. Por allí unas callejuelas, sembradas de casas donde ardía la leña. Alcancé una plaza con balcones asomados, corridos, de corredera. Nadie debe abandonar un lugar sin haber conocido su mercado de abastos y su plaza principal. Ésta sin duda lo era pese a que el Ayuntamiento no estuviera allí. Contienen las plazas un olvidado sabor a nosotros mismos y sentarse en ellas es recuperar el latido, la amorosa presencia de sus ausentes.
Llevo quince días caminando y nada en el horizonte indica que mi destino se encuentre más próximo que cuando comencé, quizá no haya que alcanzar ningún sitio y como en el "Viaje a Ítaca" sea el viaje quien nos ofrezca sus tesoros para llegar ya viejos a un lugar que nada tiene ya que darnos. Del zurrón sigo comiendo del mismo pan que cada mañana vuelve a aparecer intacto, y entonces recuerdo al bueno de Bruno de Vézelay que asistió al mismo milagro hace ya tanto. No se guarda constancia de dónde adquirió su pan aquel remoto viajero. Tampoco yo quiero recordar el nombre del pueblo donde lo compré. Aunque algunas noches me despierto, sin sobresalto, con un sabor a vidrios y cadalsos en la boca.
Eso es todo.
El vuelo de algunas aves me distrajo momentáneamente y allí estaba frente a mí: la figura de un león majestuoso que franqueaba la entrada a un palacio renacentista. Empuñé la aldaba de la puerta y ante mi sorpresa, ésta cedió ante mi empuje. Me hallé en un patio frente a la pezuña colosal de un caballo, ante un sinfín de estatuas que querían hablar. "Anda bolo" pareció decir una, y eso hice, andar. Las campanas de la iglesia cercana entonaron sus alabanzas y todas las estatuas alzaron la voz: " Bula de Inocencio II, ¡bula de Inocencio II!". - Caray, dije sin asombro, sin el menor desconcierto. Supe que las figuras de piedra no necesitan mover los labios para hacerse oír, la piedra granítica conserva los ecos de todos los canteros que se han inclinado sobre ellas, al igual que el amante conserva los gemidos de su amada. Quien tenga boca que hable, quien tenga oídos que escuche, resonaban en mí los ecos prestados de Ezequiel.
Y es que, al salir del palacio, quien pareció dirigirse a mí, fue un estanque, ahora vacío y a cuyos pies, bien se hubiera podido sentar ¿D. Álvaro de Luna? a contemplar con holganza el baño de unas doncellas o la celebración de una naumaquia. Todo eso debió suceder aquí en un tiempo del que los sillares guardan memoria. Quien quiera recordar... pues eso. Salieron a mi encuentro unos vecinos y tomé un vino con ellos, sabroso caldo de garnacha me lo presentaron, "Signa sunt nobis sacra", les enseñé del manuscrito que llevaba:
- Este códice fue escrito hace diez siglos y quiero demostrar que su amable pueblo aparece en él, disfrazado bajo el nombre de muchos otros.
- "Anda, bolo", contestaron. - Ya sé de dónde lo aprendieron las estatuas -.
Todos los caminos son el mismo camino. Y hay quienes no necesitan salir de su calle para haber recorrido el mundo entero.
Pregunté qué dirección seguir y todos parecieron ponerse de acuerdo en que era por aquí o por allá, los menos presumieron que por allí. Así que tomé ese camino. Por allí unas callejuelas, sembradas de casas donde ardía la leña. Alcancé una plaza con balcones asomados, corridos, de corredera. Nadie debe abandonar un lugar sin haber conocido su mercado de abastos y su plaza principal. Ésta sin duda lo era pese a que el Ayuntamiento no estuviera allí. Contienen las plazas un olvidado sabor a nosotros mismos y sentarse en ellas es recuperar el latido, la amorosa presencia de sus ausentes.
Llevo quince días caminando y nada en el horizonte indica que mi destino se encuentre más próximo que cuando comencé, quizá no haya que alcanzar ningún sitio y como en el "Viaje a Ítaca" sea el viaje quien nos ofrezca sus tesoros para llegar ya viejos a un lugar que nada tiene ya que darnos. Del zurrón sigo comiendo del mismo pan que cada mañana vuelve a aparecer intacto, y entonces recuerdo al bueno de Bruno de Vézelay que asistió al mismo milagro hace ya tanto. No se guarda constancia de dónde adquirió su pan aquel remoto viajero. Tampoco yo quiero recordar el nombre del pueblo donde lo compré. Aunque algunas noches me despierto, sin sobresalto, con un sabor a vidrios y cadalsos en la boca.
Eso es todo.
Técnicamente y a nivel de estilo muy correcto. Como relato no engancha.
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. A mí personalmente, no estaba en el jurado, sí me enganchó porque durante el mismo deja cosas sin explicar y buscas en el texto a ver si de una vez termina por explicarlo, como lo del milagro del pan; es un texto bastante descriptivo, con licencias, de la localidad de Cadalso pero dejando ver los valores del Camino: acogida, amistad, compartir, ... Pero como tú dices lo hace con un estilo que yo considero muy personal.
ResponderEliminarSeguiremos publicando el resto de relatos y espero que algunos te enganchen.
Gracias y un abrazo. Javier.
Si, es cuestión de gustos claro �� De lo que no me cabe duda, es que es un buen trabajo. Felicidades al autor!
ResponderEliminarEl último párrafo y sobre todo el cierre, es muy bueno. ¡Felicidades! 😄
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