RELATO PRESENTADO AL CONCURSO LITERARIO
2020 DE LA ASOCIACIÓN DE AMIGOS DEL CAMINO DE SANTIAGO EN CADALSO DE LOS
VIDRIOS
TINO Juan Diego
Arroyo García-Escalona
A veces, ante nosotros se obran verdaderos prodigios, pero
habitualmente no somos capaces de discernirlos de lo cotidiano, y en esto, nada
tiene que ver la fe, ni mucho menos la bondad que en ocasiones se nos presupone.
La primera vez que entré en la iglesia de Santa María de
Melque, no era más que un muchacho, y al verme en penumbra, bajo aquellas
toscas bóvedas, sentí que aquella religión afianzaba el edificio de su
enseñanza sobre pilares de terror y misterios inextricables para el ser humano,
sometiéndolo bajo la amenaza de los tormentos del infierno; sin embargo, fue
aquella misma tarde de otoño cuando decidí dar inicio a un camino que todavía
hoy recuerdo vívidamente. Acababa de tocar fondo, aunque aún no lo sabía. Lo
supe mucho después, al descubrir que las páginas de las Escrituras servían para
algo más que enhebrar en ellas la nariz y embriagarse de su ácimo aroma, como
solía hacer de niño, y esto me lo enseñó Clara, la voluntaria que acude al
asilo cada semana para leerme la Biblia y arreglarme las greñas y la barba con
más voluntad que destreza. Ella odia que llame así a este lugar, pero es el
primer nombre que me viene a la mente.
Mi padre acababa de echarme de casa, seguramente, pensando
que al poco tiempo regresaría, pero no fue así. Caminé entre roquedales y
arboledas, sin rumbo fijo, y el cielo comenzó a derramarse en una sudorosa y
densa niebla que limitaba el campo de visión a unos pocos metros. Fue entonces
cuando se me apareció por primera vez, a la vera del camino, con su barba rala
y unos ojillos escrutadores y centelleantes, que parecían albergar la luz
primera y última del mundo. Estuve a punto de emprenderla a bastonazos con él,
pero se desvaneció entre las encinas como una imagen tras el espejo.
Detesto los espejos. Por más que Clarita se empeña en que me
asome a mis propias miserias cada vez que acaba de acicalarme, siempre me niego
a hacerlo. “¡Qué demontre! Si tuviera su rostro, yo también afrontaría la tarea
de pasar el día con otro talante. Ahí viene de nuevo. ¿Acaso ya es viernes? Me
haré el dormido un rato, a ver si se aburre y se va”.
Pernocté al abrigo de los gruesos muros de la iglesia y a
mediodía llegué a la Puebla de Montalbán, donde fui acogido en una casa de
lenocinio por su oronda madama, que me invitó a compartir fonda con un par de
cofias algo casquivanas y su primo: un mangurrián de napias goteantes que vivía
el delirio de ser hijo bastardo del Rey. Pretendía llevarlas hasta Escalona y,
desde allí, a Cadalso, lugar en el que se estaba erigiendo su residencia. Dos
años pasé en aquella villa como empleado del Secretario Real –que aquel era el
cargo que ostentaba el ilustre bastardo-, hasta que me escapé con una de las
fámulas rescatadas en La Puebla y nos casamos bajo la espadaña de Nuestra
Señora de la Cabeza, ermita situada extramuros de la capital abulense, sin más
ajuar que mi cayado de castaño y su incipiente gravidez.
No sobrevivió al
parto, y el pequeño la siguió a los pocos días. Después de aquello, me acogí a
sagrado, al auspicio de la Compañía del Salvador, en Mota del Marqués, hasta
que llegó a oídos del susodicho –no nuestro Salvador, sino el Marqués de Ulloa-
mi propensión al secuestro de mucamas ajenas. Desterrado de tierras pucelanas,
recalé en Requejo, donde no fui precisamente modelo de sus tres valores, pues
ni fui valiente, ni válido para mis semejantes, y lo único valioso que saqué de
mi experiencia como desterrado fue una sotana raída y un sagrario que afané de
la ermita sanabresa de Guadalupe, y que me robaron unos salteadores cerca de
Lubián, no sin antes propinarme la preceptiva somanta. Recogió mis despojos un
mesonero de A Gudiña, cuya esposa –decían, acostumbraba a encamarse con
arrieros y peregrinos; aunque a mí debió de tomarme por clérigo. Viajé en el pescante
del carro de uno de aquellos arrieros durante más de una semana en dirección al
monasterio de Oseira. El acemilero tenía en el cenobio un hermano fraile que me
recomendó como capellán en la prisión episcopal de Ourense, que llamaban “de la
Corona”, en referencia a la tonsura que todos allí lucían. Promocioné de falso
confesor a penitente, pues, tras más de tres años como guía espiritual de los
confinados, el superior me descubrió, reveló al obispo mi impostura y éste me
encerró allí mismo, siendo apresado y debidamente tonsurado. No volvió a
crecerme pelo en aquel lugar, ni en ningún otro, desde entonces; tal era la
hambruna a que nos sometían. Salí de aquel penal transcurridos cinco años, y
arrastré mi magra humanidad por diferentes hospicios entre Silleda y Lalín. Fue
en este último lugar donde conocí a Clara.
Me solazaba recorriendo un soleado castro, cuando divisé a
lo lejos una multitud que se agolpaba en torno a una aeronave y me acerqué,
comprobando que todo el pueblo recibía con honores a su ilustre vecino: un
aviador que había logrado la hazaña de llegar hasta Filipinas en su aeroplano.
En medio de aquel mar de testas de sus deudos y paisanos, destacaba la taheña
cabellera de una joven de quien quedé prendado al instante. Por un ardid del destino,
acudió hasta donde yo estaba y se dirigió a mí.
- Tino, ¿duermes?- La voluntaria me zarandea con mesura y yo
me dejo caer mórbidamente.
- Clarita, ¿eres tú? –Disimulo- Me había quedado traspuesto,
¿ya ha pasado una semana?
- Y tanto –responde-. Venga, que voy a asearte un poco. Mira
qué barba tienes –dice-, mientras manipula mi cabeza como si yo fuera un pelele
y saca de su bolsa los instrumentos de tortura, espejo incluido-. Veamos…
-Clara adopta una pose de fingida indolencia cada vez que examina mis greñas y
censura mi desaliño. Yo creo que se cree una enfermera de las de verdad. Me
pone el dichoso espejo delante y me miro en él casi por accidente; entonces, lo
vuelvo a ver: el peregrino de barba hirsuta y ojillos zorrunos. Su mohín
resabido me exaspera. “¿Algo que reprochar? Cada cual hace el camino a su
manera”.
Hoy, Tino tiene un buen día. Cuando he salido al jardín
trasero de la residencia, permanecía inmóvil en su silla, frente a los
almendros, con la cabeza apoyada en su hombro izquierdo, en plena ensoñación;
seguramente imaginándose de nuevo recorriendo los caminos, rescatando
sirvientas, usurpando sotanas, confesando presos o conquistando a Clara: la que
fuera su mujer durante casi cincuenta años. Cree firmemente que realmente hizo
todo aquello, incluso que su rostro sirvió de inspiración para tallar en piedra
la cabeza de uno de los salvajes del blasón más peculiar de Cadalso de los
Vidrios. Lo cree, pese a que no ha salido del pueblo en toda su vida. En
ocasiones, también piensa que yo soy su esposa; otras veces me llama
simplemente “niña”. Míralo, ahí, enfrentado a su propia faz, con esa mueca
confusa, entre párvula y desafiante, como si estuviera a punto de propinarle un
bastonazo al primero que se le pusiera delante. Ha vuelto a llamarme Clarita,
¿acaso habría de ofenderme? Al fin y al cabo, es mi abuelo, aunque él no lo
recuerde.
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