PATROCINADORES 2024-1

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La Asociación de Amigos del Camino de Santiago en Cadalso de los Vidrios agradece su colaboración a todos nuestros PATROCINADORES. Muchas Gracias.

PATROCINADORES 2024-2

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CONCURSO FOTOGRÁFICO PARA EL CALENDARIO DE 2025

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MAPA DE METRO DE LOS CAMINOS DE SANTIAGO

MAPA DE METRO DE LOS CAMINOS DE SANTIAGO
FEDERACIÓN DE ASOCIACIONES DEL CAMINO DE SANTIAGO LEVANTE-SURESTE

MAPA FOLLETO

MAPA FOLLETO
MAPA DEL CAMINO DEL SURESTE A SU PASO POR LA PROVINCIA DE MADRID, DESDE ESCALONA A CADALSO Y DE CADALSO HASTA CEBREROS, CON FOTOS DE LUGARES SINGULARES DE TODAS LAS POBLACIONES.

INFORMACIÓN FOLLETO

INFORMACIÓN FOLLETO
CARA DE INFORMACIÓN DEL MAPA DE LAS ETAPAS DEL CAMINO DEL SURESTE A SU PASO POR LA PROVINCIA DE MADRID ENTRE ESCALONA (TOLEDO) Y CEBREROS (ÁVILA) CON INFORMACIÓN DE LOS RECURSOS EN LOS DISTINTOS MUNICIPIOS. ESTE FOLLETO HA SIDO EDITADO POR LA ASOCIACIÓN DE AMIGOS DEL CAMINO DE SANTIAGO EN CADALSO DE LOS VIDRIOS CON EL PATROCINIO DE LA CONSEJERÍA DE TURISMO DE LA COMUNIDAD DE MADRID. AGRADECEMOS AL AYUNTAMIENTO DE CADALSO SU COLABORACIÓN.

jueves, 11 de junio de 2020

SEGUIR ANDANDO, RELATO PRESENTADO AL CONCURSO LITERARIO

RELATO PRESENTADO AL CONCURSO LITERARIO DE LA AACSCV.
SEGUIR ANDANDO         Javier Díez Carmona
El miedo me asalta por las noches.
No importa que deje encendida la luz del dormitorio. No importa que a través de la ventana las estrellas me sonrían con la callada quietud de su luz adormecida. Cuando el silencio invade la vivienda, cuando solo el rumor quedo del Cantábrico me arrulla con pasión de enamorado, el monstruo que habita en mis entrañas despierta hambriento de mi cuerpo. Y al sentir el rumor de sus pasos sobre la carne mustia, el veneno de su aliento acariciando el envés cuarteado de la piel, un terror ingobernable revienta contra mi cordura. Porque, una vez desperezada, esa alimaña nacida de mis células deformes clavará sus colmillos en mi alma, ansiosa por arrancar a grandes dentelladas trozos sanguinolentos de mí misma, excrecencias que la engordan y alimentan hasta hacerla inmune al vudú extraño de los médicos y al fuego de la radioterapia.

El miedo me asalta por las noches.
Y por las noches me enfrento al hielo de su abrazo armada de recuerdos y esperanza.
Éramos jóvenes. Cuatro muchachas henchidas de proyectos. Frente a nosotras, el Camino se abría, estrecho e infinito. Santiago quedaba lejos, velado por una distancia inalcanzable a la cortedad de nuestros pasos. Y, sin embargo, su presencia era palpable en cada hoja raída de otoño, en cada nube polvorienta adherida a nuestras botas, en cada conversación y cada silencio. Desde Toledo, el camino serpenteaba entre pinares viejos y piedras amarilleadas de musgo, olorosas a tomillo y ganado. También a asfalto y tráfico de camiones, pero esos instantes hediondos a gasoil apenas si dejaron en mi memoria ecos dispersos de su paso.

No eran muchos los peregrinos que aquel octubre desangelado se atrevieron a afrontar los casi setecientos kilómetros que nos separaban de la morada última del Santo. A veces, en los albergues, éramos las únicas beneficiarias de una hospitalidad que, en el fragor diario de la ciudad, llegamos a creer desaparecida. Otras, las menos, compartíamos habitación y literas con parejas de cabellos rubios y habla ininteligible, o con grupos de jubilados prestos a disfrutar al límite de una libertad reencontrada tras romper las cadenas laborales.

Pero si en los peores momentos de la enfermedad regreso a ese año en que una locura extraña nos animó a caminar hasta Santiago, es porque el dolor que el cáncer provoca en mis entrañas me devuelve a la caída que, en la tercera etapa de nuestra aventura, estuvo a punto de mandarme de vuelta a casa.
Era una carreterita estrecha, por donde ascendíamos arrastrando a duras penas el cansancio de la jornada. Tropecé, no sé ni cómo, y el peso de mi cuerpo y mi mochila aterrizó sobre mi rodilla izquierda. Y todavía hoy, a pesar de los años transcurridos, a pesar de las enfermedades y los negros augurios de los galenos, recordar ese momento despierta en mis huesos pinchazos de temor y pesar.

Gracias a mis amigas, logré alcanzar Cadalso de los Vidrios, el punto donde, no tenía dudas, morían mis esperanzas de seguir en la aventura. Apenas podía caminar, y apoyar la pierna lacerada era un suplicio soportable a duras penas. No había albergue entonces en Cadalso, de modo que, refugiadas en una tahona olorosa a café y adobo, hicimos un recuento apresurado de nuestro dinero en la confianza de que alcanzara para el taxi de regreso. Allí, en aquel villorrio que entonces me pareció insignificante, y hoy ocupa un lugar privilegiado en mi memoria, terminaba nuestro sueño.

Primero fue la mujer que atendía la barra, preocupada ante la expresión descompuesta de mi rostro. Después, un grupo de parroquianos que se acercaron en busca de una baraja y unas horas de asueto. Una anciana, que avisó a su hijo y sus nietos. De repente, y sin necesidad de pedir nada, decenas de vecinos rodeaban nuestra mesa ofreciéndonos ayuda, refugio y compañía en un momento en que nuestro endeble universo adolescente amenazaba desplomarse.

Fueron ellos, fue su espontanea solidaridad, quizá entendible solo en el marco atemporal del Camino, quienes frenaron el derrumbe de nuestros anhelos. Sin hacer caso a nuestras débiles protestas, nos alojaron en una vivienda vacía, acondicionada en unas horas como albergue, un refugio sencillo y acogedor donde permanecimos el tiempo que mi rodilla tardó en volver a su grosor habitual. Nos trajeron mantas y comida, compañía y aliento en cada palabra. Y cuando, todavía cojeando, nos animamos a abandonar aquel inesperado oasis de cariño, fueron varios los vecinos que, preocupados todavía por mi estado, caminaron con nosotras hasta Cebreros.

Solas, habríamos sido incapaces de llegar a nuestro destino.
Por eso, cuando se duerme la tierra y el miedo me atenaza, me aferro a quienes hoy me acompañan en esta ruta cuya meta no es otra que la vida: a la oncóloga, al enfermero, y a la pléyade de sonrisas y gestos mudos de ternura que, desde la aséptica blancura de un hospital que es mi Camino, jamás dejan de apoyarme. Y apretados los dientes y los puños, me lanzo a transitar por los senderos de la enfermedad a la caza de un milagro. Un milagro posible, porque no hay cáncer capaz de derrotarme si no dejo de andar; si mis compañeras, mis hermanos, siguen permitiendo que se desborde la hospitalidad, esa solidaridad que, ahora lo sé, no está solo constreñida al Camino de Santiago.

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