RELATO PRESENTADO AL CONCURSO LITERARIO DE LA AACSCV.
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ANDANDO Javier Díez Carmona
El miedo me asalta
por las noches.
No importa que deje
encendida la luz del dormitorio. No importa que a través de la ventana las
estrellas me sonrían con la callada quietud de su luz adormecida. Cuando el
silencio invade la vivienda, cuando solo el rumor quedo del Cantábrico me
arrulla con pasión de enamorado, el monstruo que habita en mis entrañas
despierta hambriento de mi cuerpo. Y al sentir el rumor de sus pasos sobre la
carne mustia, el veneno de su aliento acariciando el envés cuarteado de la
piel, un terror ingobernable revienta contra mi cordura. Porque, una vez
desperezada, esa alimaña nacida de mis células deformes clavará sus colmillos
en mi alma, ansiosa por arrancar a grandes dentelladas trozos sanguinolentos de
mí misma, excrecencias que la engordan y alimentan hasta hacerla inmune al vudú
extraño de los médicos y al fuego de la radioterapia.
El miedo me asalta
por las noches.
Y por las noches me
enfrento al hielo de su abrazo armada de recuerdos y esperanza.
Éramos jóvenes.
Cuatro muchachas henchidas de proyectos. Frente a nosotras, el Camino se abría,
estrecho e infinito. Santiago quedaba lejos, velado por una distancia
inalcanzable a la cortedad de nuestros pasos. Y, sin embargo, su presencia era
palpable en cada hoja raída de otoño, en cada nube polvorienta adherida a
nuestras botas, en cada conversación y cada silencio. Desde Toledo, el camino
serpenteaba entre pinares viejos y piedras amarilleadas de musgo, olorosas a
tomillo y ganado. También a asfalto y tráfico de camiones, pero esos instantes
hediondos a gasoil apenas si dejaron en mi memoria ecos dispersos de su paso.
No eran muchos los
peregrinos que aquel octubre desangelado se atrevieron a afrontar los casi
setecientos kilómetros que nos separaban de la morada última del Santo. A
veces, en los albergues, éramos las únicas beneficiarias de una hospitalidad
que, en el fragor diario de la ciudad, llegamos a creer desaparecida. Otras,
las menos, compartíamos habitación y literas con parejas de cabellos rubios y
habla ininteligible, o con grupos de jubilados prestos a disfrutar al límite de
una libertad reencontrada tras romper las cadenas laborales.
Pero si en los peores
momentos de la enfermedad regreso a ese año en que una locura extraña nos animó
a caminar hasta Santiago, es porque el dolor que el cáncer provoca en mis
entrañas me devuelve a la caída que, en la tercera etapa de nuestra aventura,
estuvo a punto de mandarme de vuelta a casa.
Era una carreterita
estrecha, por donde ascendíamos arrastrando a duras penas el cansancio de la
jornada. Tropecé, no sé ni cómo, y el peso de mi cuerpo y mi mochila aterrizó
sobre mi rodilla izquierda. Y todavía hoy, a pesar de los años transcurridos, a
pesar de las enfermedades y los negros
augurios de los galenos, recordar ese momento despierta en mis huesos pinchazos
de temor y pesar.
Gracias a mis amigas,
logré alcanzar Cadalso de los Vidrios, el punto donde, no tenía dudas, morían
mis esperanzas de seguir en la aventura. Apenas podía caminar, y apoyar la
pierna lacerada era un suplicio soportable a duras penas. No había albergue
entonces en Cadalso, de modo que, refugiadas en una tahona olorosa a café y
adobo, hicimos un recuento apresurado de nuestro dinero en la confianza de que
alcanzara para el taxi de regreso. Allí, en aquel villorrio que entonces me
pareció insignificante, y hoy ocupa un lugar privilegiado en mi memoria, terminaba
nuestro sueño.
Primero fue la mujer
que atendía la barra, preocupada ante la expresión descompuesta de mi rostro.
Después, un grupo de parroquianos que se acercaron en busca de una baraja y
unas horas de asueto. Una anciana, que avisó a su hijo y sus nietos. De
repente, y sin necesidad de pedir nada, decenas de vecinos rodeaban nuestra
mesa ofreciéndonos ayuda, refugio y compañía en un momento en que nuestro
endeble universo adolescente amenazaba desplomarse.
Fueron ellos, fue su
espontanea solidaridad, quizá entendible solo en el marco atemporal del Camino,
quienes frenaron el derrumbe de nuestros anhelos. Sin hacer caso a nuestras
débiles protestas, nos alojaron en una vivienda vacía, acondicionada en unas
horas como albergue, un refugio sencillo y acogedor donde permanecimos el
tiempo que mi rodilla tardó en volver a su grosor habitual. Nos trajeron mantas
y comida, compañía y aliento en cada palabra. Y cuando, todavía cojeando, nos
animamos a abandonar aquel inesperado oasis de cariño, fueron varios los
vecinos que, preocupados todavía por mi estado, caminaron con nosotras hasta
Cebreros.
Solas, habríamos sido
incapaces de llegar a nuestro destino.
Por
eso, cuando se duerme la tierra y el miedo me atenaza, me aferro a quienes hoy
me acompañan en esta ruta cuya meta no es otra que la vida: a la oncóloga, al
enfermero, y a la pléyade de sonrisas y gestos mudos de ternura que, desde la
aséptica blancura de un hospital que es mi Camino, jamás dejan de apoyarme. Y
apretados los dientes y los puños, me lanzo a transitar por los senderos de la
enfermedad a la caza de un milagro. Un milagro posible, porque no hay cáncer
capaz de derrotarme si no dejo de andar; si mis compañeras, mis hermanos,
siguen permitiendo que se desborde la hospitalidad, esa solidaridad que, ahora
lo sé, no está solo constreñida al Camino de Santiago.
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