Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!
Así comienza una poesía de Gustavo Adolfo Becquer que, curiosamente, no dedica a las golondrinas sino al amor.
Al poner el título he visto que el "mis" resulta muy posesivo, y no es esa mi intención. Al hablar de "mis golondrinas" quiero referirme a esas golondrinas que me resultan muy cercanas, vecinas, amigas.
Las golondrinas se han acostumbrado a moldear sus nidos aprovechando ciertos rincones de las construcciones humanas: cornisas, balcones, vigas de madera, ... Viven por tanto en proximidad con las personas, aunque les gusta mantener las distancias.
Una pareja de golondrinas anidó el año pasado en el portal de mi casa, aprovechando un clavo que puse en una de las vigas de madera para apoyar su nido construido con bolitas de barro, como antiguamente se hacían las casas de adobe.
Viaje a viaje, bolita a bolita, como el alfarero, van dando forma a su nido de barro. Luego lo acomodan con musgo, pelusas, plumones, briznas de hierba haciéndolo mullido y confortable.
Luego la hembra irá haciendo su puesta, de tres a cinco huevos, que generalmente van incubando por turnos padre y madre. La fidelidad entre estas aves es muy alta. En ocasiones es la madre la que permanece en el nido y es el macho el encargado de alimentarla.
Cuando los huevos eclosionan serán los dos progenitores los que se encarguen de alimentarlos a todos, para lo que deben realizar numerosos vuelos, descansando sólo cuando cae la noche.
Un día vi cuatro piquitos, como cuatro sonrisas socarronas, blancas e inmóviles, hasta que llegó uno de los adultos y aquellos picos se abrieron mostrando un color amarillo provocador. Todos tratan de sacar tajada, aunque en cada viaje sólo uno se queda la recompensa del alimento.
Cada vez que me ponía a hacerles fotos me reprendían ordenándome que me alejara de allí. Como quería hacerles fotos lo más cercanas posible coloqué en mi cámara un teleobjetivo y me puse pegado a la pared de enfrente, que así me servía de apoyo en mi paciente espera.
Empezamos a llevarnos mejor, entendieron que sólo trataba de verlas y que no corrían peligro, por lo que consintieron mi presencia allí. Así descubrí que en realidad eran cinco las bocas que alimentar, que los padres apenas se posan unos segundos, dan de comer a uno de sus polluelos y reanudan el vuelo enseguida.
Por la calle de La Iglesia se las puede ver en vuelo rasante, acercándose a las rejillas del alcantarillado por donde deben rondar moscas y mosquitos que cazan al volar con la boca abierta.
Hay personas a las que no les gustan mucho porque ensucian con sus cagadas, pero también hay quien ha sabido encontrar soluciones colocando un estante protector bajo el nido. En mi casa no he puesto repisa, sólo friego cada varios días el sitio donde caen sus deposiciones. Por cierto, que bien se ocupan de enseñar a los pequeños que las heces se expulsan del nido para mantenerlo limpio.
Fotos y texto: Javier Perals.
Gracias Javier por las fotografías, la poesía y la escritura, sigue así.
ResponderEliminarÁngel Canillo