EL OTRO CAMINO DE LAS ESTRELLAS Relato de Mari Carmen González López
Nada tienen que ver con mi aldea estos
parajes: su humedad y la delicadeza con la que el sol los mima, engendran una vida que nunca
antes conocí.
Continúo viajando, pero mi destino
ahora es bien distinto; ya llegué a la Tierra Prometida y, en agradecimiento,
iré a visitar al Santo Apóstol. Mis antepasados me acompañan de nuevo, nunca
camino solo.
Como no hace mucho, me dejaré guiar por
las estrellas; aunque este sea otro recorrido, de nuevo ellas me orientarán.
EL OTRO CAMINO DE LAS ESTRELLAS
Durante meses conviví con la crueldad y
la esperanza de la mano. No experimenté ni un solo momento de tranquilidad, ni
siquiera cuando el agotamiento me rendía y conseguía dormir. El trayecto fue
duro, demasiado para un joven con sueños como lo fui yo.
No iba solo; compartí mi miedo y mis
dudas con un grupo de personas que también intentaban escapar de la miseria y
el horror pero, por desgracia, juntos comprobamos que lo que habíamos sufrido
podía superarse con creces.
Me gustaría decir que todo pasó, mas no
creo que mi mente me exima jamás de tanto horror. Tampoco sé si algún día podré
hablar de ello sin miedo, aunque quizá esa sea la única forma de liberarme. No
hace mucho descubrí que existen ángeles en la Tierra, y algunos de ellos me han
traído hasta aquí para disfrutar de cada segundo de mi peregrinaje por el
Camino Francés del Camino de Santiago.
Es una bendición recorrer estos
pueblos. Puedo caminar de día sin temor a ningún ataque. Disfruto del olor de
sus bosques, de sus ríos y lagos de agua transparente. Me sorprende el frescor
del aire que respiro, los sonidos serenos de los animales que disfrutan libres
de unos dones que a otros se nos han negado.
Es todo tan diferente en mi país…
En África, durante nuestro recorrido
por el desierto, antes de que amaneciera cavábamos un agujero grande en la
arena y nos cobijábamos en él intentando salvaguardarnos de los inclementes
rayos de sol y de las mafias que nos buscaban para robarnos el dinero que
llevásemos escondido. Lo mucho o poco que habíamos atesorado, y que ellos se creían
en el derecho a usurpar mediante golpes y vejaciones. Esos ahorros que, para
nuestros padres, eran el pasaporte hacia la libertad de sus hijos e hijas; el
camino hacia una vida segura, sin tener que soportar los horrores de las
guerrillas y la angustia de un futuro
incierto.
Cada vez que llego a un albergue para
descansar explico, en mi pobre castellano, que me dirijo hasta la tumba del
Apóstol. Entonces dejo de adivinar la lástima o la desconfianza en los ojos de
quienes, extrañados, me atienden. Descubren que tenemos un deseo común y esto
nos hermana. Me prestan
su ayuda y vuelvo a creer en el ser humano. He aprendido que no solo el miedo
une, la paz también. Ya no es imprescindible caminar bajo las estrellas y
descansar de día, oculto entre arena o matorrales secos. Ahora duermo en una
cama, en un edificio con todo lo necesario para descansar y asearme; con otras
personas que, como yo, tienen inquietudes, sueños, anhelos y deseos de
compartir sus experiencias, sus temores; de prestar su ayuda y dar aliento con
una simple sonrisa.
Y es que, al llegar al norte de África
desde mi país, Burkina Faso, entendí qué es el racismo: nos llamaban
“africanos”, como si ellos no lo fuesen. Nos escupían y golpeaban al primer
descuido. “Mi conciencia está tranquila”, me repetía cada vez que notaba que me
miraban o me trataban mal. Jamás podré entender qué les hacía sentir
diferentes.
Aquí encuentro muchas iglesias en mi
camino, y en todas ellas entro para agradecer cada paso que doy. Me educaron en
la alegría por vivir, en el respeto a mis mayores y a cualquier ser viviente.
Nadie es mejor que nadie, ya que todos somos hermanos. Mi abuela me contaba,
siendo aún un niño, que nuestro color de piel se debía a que el sol se demoró
un poquito más en nuestra tierra, admirando la alegría de nuestras gentes y que,
por ello, tenemos un tono más tostado que las personas de otros países. Sin
embargo, todos provenimos del mismo amor divino, ya que nuestra alma no tiene
color. Eso lo he comprobado en cada pueblo que durante este Camino he visitado.
En cada pequeño colmado, en las calles repletas de historias que la gente mayor
va contando con los ojos cargados de añoranza, en los ríos henchidos de vida,
en las plantas y árboles que me hacen respirar con el pecho bien abierto.
El aire está preñado de calma, el agua
de alegría, los bosques de belleza y los senderos de la sabiduría de los que
anduvieron por ellos y los hicieron mejores para los que llegásemos después.
Mi espíritu se llena de sosiego a cada
paso. Mi piel, esa que el sol tostó por capricho, recibe sus rayos con deleite.
Mis ojos recogen imágenes que no quiero olvidar jamás y mi mente se deja llevar
sin más pesar que el esperar que los míos sigan bien, ajenos a los horrores por
los que pasé hasta llegar aquí.
No sé qué haré después de llegar hasta
el Santo Apóstol; posiblemente vuelva sobre mis pasos y continúe mi vida viajando
hacia otro lugar. Quizá mi destino sea el de peregrinar y no pertenecer a
ninguna parte más que al corazón de los míos. Desde donde esté les ayudaré en
todo lo que pueda. Ellos son mi historia y mi vida, como ahora lo es este
Camino que me ha hecho encontrar la paz y la seguridad de que el ser humano es
bueno por naturaleza. Ya no lo dudo.
Lo demás es pasado, y aún queda mucho por recorrer.
Me dejaré guiar, como siempre, por las estrellas. Ellas saben mostrarme la mejor
ruta.
Terminado el 9 de agosto, Día
Internacional de los Pueblos Indígenas.