DECISIONES
Gloria Fernández Sánchez
Estaba yo en Cenicientos, en el puente romano, cuando lo vi. Se trataba de un muchacho alto, atractivo, que peregrinaba también, pues llevaba el bastón con la concha. Él hizo un rictus, casi imperceptible, de reconocimiento, pues no había nadie más. Nos hallamos de nuevo en una cafetería.
— ¿Vas hacia Cebreros también? ¡Ah! ¿Te he dicho que me llamo Julio?
— Yo soy Anita. No es un diminutivo, me
bautizaron así.
Mientras comíamos un bocadillo de jamón y
sorbíamos un café, sacamos nuestros respectivos mapas. Prácticamente
coincidían. Pero si algo había aprendido ya del Camino era el no imponer
espacio, ni presencia, a mis compañeros de viaje.
— Nos iremos topando, entonces. Te paso mi
número de móvil, por si necesitaras algo —dijo Julio.
— Pues yo te regalo algo muy valioso.
¡Tiritas especiales para las ampollas! Toma unas cuantas. Me alegra haberte
conocido.
Y perseveramos, cada uno por su cuenta. Nos volvimos a encontrar cerca
de la iglesia de La Asunción. Yo quería rezar, sin poder. Ya en Cadalso habían
vuelto a sellar mi carnet de peregrina.
Entramos en un café muy acogedor. Tenían una chimenea encendida, a pesar del buen tiempo reinante. Hablamos de la infancia y de nuestras mutuas orfandades. Después, nos animamos.
— ¡Bueno, Anita! ¿Cómo van esos ánimos romeros? Solo por lo que me diste
para las ampollas, te debo eterna gratitud.
— Me parece que hoy estoy sufriendo lo que denominan “un pinchazo”. No
sé para qué estoy aquí, ni veo sentido alguno a esta caminata.
Fue la primera vez que noté cómo Julio se ponía serio, grave.
— Es
parte de la fisiología del peregrino. Quien no duda, no avanza. Aconsejaría que
te quedases en el albergue un par de días, y que en él recapacites.
El albergue era muy agradable. “Da lo que tengas, coge lo que necesites”,
ponía un cartel a la entrada. Todas dejábamos lo ya no esencial y recogíamos
otros enseres en sus estantes. Un trueque de hermanos.
— Yo también he de permanecer aquí. Mañana, o al otro, llegará un amigo, con el que he de discutir unos asuntos. Estoy en la sección masculina.
Al acostarme, sentí una voz lejana, dulce, que llegaba de muy lejos.
Anhelaba llorar, era esa una de mis peticiones al Santo, mas un nudo en el
cuello lo impidió. Cuánto buscaba el desahogo.
Creí haberle gustado a Julio y, al fin, era esto algo natural. El
inventarse una historia de un conocido, al tiempo que me aconsejaba una
reflexión, formaba parte de esa danza del halago y del cortejo.
Pero al día siguiente, cambié de torna, decepcionada. Julio había
desayunado ya y caminaba en dirección al Alberche. El tiempo primaveral y
embriagante lo justificaba. Mas no había pensado en mí.
Aun sabiendo que no era cortés, ni discreto, me acerqué a un regato. Al poco vi las cabezas y oí, a lo lejos, las voces de los dos chicos. Enseguida hice notar mi presencia.
— ¡Cuánto siento molestar! ¡Estáis aquí! Sigo por aquel sendero.
— ¿Por qué? Anita, te presento a Juanma —repuso Julio.
— Hola, pues encantada. Os dejo. Tendréis cosas de que hablar.
— Una de ellas eres tú. Así que te pido, por favor, que nos acompañes un
poco.
Juanma, que se hallaba bebiendo un zumo, me pasó un vaso de cartón con
trocitos de hielo. Se lo agradecí, pues el sol picaba ya.
— Me habéis dejado atónita. Con eso de
que yo era el tema de conversación.
— Juanma y yo somos sacerdotes.
— ¡Ah! Y no pude articular una palabra
más.
— Pero mientras Juanma está bien
seguro de su vocación, yo vacilo, pues me atraen las mujeres y no sé qué
bifurcación tomar. Empecé a reír
nerviosamente. Ninguno lucía alzacuello.
— ¡Es la primera vez que un cura se me
confiesa y no yo a él!
— De hecho, llevo varios días pensando
en ti, en localizarte, en verte.
Me quedé de piedra. Unos pececitos se acercaban a nosotros. El agua
estaba límpida. Al discernir su estado eclesiástico, todo afán de caricias o
intimidad había desaparecido.
— Tú dudas sobre la existencia de
Dios. ¡Pues ya ves! Los demás tampoco vemos clara nuestra posición en el mundo.
Juanma no se sentía molesto. Si hubiese percibido el más pequeño signo, me habría escapado. Se diría envuelto en sus meditaciones.
— Cuando Anita me dijo —se dirigía,
obviamente, a su compañero— que había quedado huérfana de padres, como yo, me
llamó la atención. ¿Es eso lo que estamos buscando? ¿Un Padre nuevo, un
sustituto? ¿O una pareja? ¿O que Dios nos oriente? — Creí que la única desnortada era yo.
— No, Anita. El titubeo existe. Para
ti y para todos. Aunque me parece que he tomado una decisión. Voy a volverme
con Juanma a nuestra casa y orar, rogando luz.
— Yo quisiera completar el Camino. He
pedido dos meses libres en el trabajo. No voy a tener otra oportunidad como
esta.
— No me gustaría haberte ofendido en
nada. Si he dicho que me has atraído, no debes enfadarte. Ojalá te sea útil y bello
este Camino que sube al norte. Y que asciende también, de otra forma.
— Yo te deseo lo mejor, Julio.
— Reza por mí a Santiago. En otra
ocasión iré a cumplimentar bien la visita. Por de pronto, ha concedido lo que
le iba a pedir. Aclarar este batiburrillo que tengo en la mente. Y recuerda que
nunca, jamás, estarás sola. Como te sentiste de niña. Nunca. Hay una Mano que
no te abandona.
Cuando ya se hubo ido, me senté junto a la corriente, en un cañaveral. Y lloré todas las lágrimas acumuladas, las que se habían atascado durante años. Se atendían mis plegarias, al fin. Aunque nunca he sabido si salían furiosas de pesar o radiantes de alegría.
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